En diciembre de 1999 recibí una carta fechada en Madrid en la que amablemente D. Juan José Arias me mandaba unos apuntes sacados de un libro editado por la Exma. Diputación de León, el título del libro «Memorias de un pastor», su autor D. Bonifacio Álvarez Rodríguez.

Escribe amablemente D. Juan José una nota aclaratoria en la que dice «que se trata del relato que hace un adulto en base a los recuerdos de los años veinte cuando era zagal por tierras de La Serena». Transcribo parte de los cuando pasa por Orellana.

En la calle estaba mi padre con el burro jalviega, que únicamente llevaba puesta la albarda y las alforjas vacías. Cruzamos una plazuela, ascendimos por una calle estrecha, giramos por otra hacia la izquierda y frente a un portón nos paramos. Llamamos y un hombre sonriente con una bata enharinada nos franqueó la entrada.

Todo está listo, le dijo a mi padre con voz un tanto atiplada. Se introdujeron en el edificio y al poco tiempo salieron; mi padre con dos latas de aceite y el otro con un saco de pan recién amasado y bien cocido. En las bolsas de las alforjas se introdujeron los envases de aceite y terciado sobre la albarda el saco repleto de comestible, la misma calle, pronto salimos al campo un poquito por debajo, pero muy cerca ya los rebaños en dirección al río Guadiana.

Ésta es en síntesis la transcripción de unos bellos recuerdos del zagal adolescente que sería por aquel tiempo D. Bonifacio. Interesante y esmerada descripción del recorrido que hicieron él y su padre hasta llegar a la panadería,

Siguiendo el mismo camino pero actualmente la plazuela sería donde estuvo la posada de Casilla, la calle estrecha, la actual calle Colón que, al llegar a media pendiente torciendo hacia la izquierda, nos encontramos con la calle Tenerías y, justo dentro de una vieja casa ya en ruinas señalada con el número diecinueve, hallamos los restos de un horno ya completamente destruido.

Hace ya bastante tiempo que en esta vieja panadería se reunían de vez en cuando algunos vecinos con algún que otro jovenzuelo, ya que en las frías y largas noches de invierno al amor de la cálida y agradable temperatura del horno se contaban todo tipo de narraciones populares, fábulas de animales, leyendas, chascarrillos, adivinanzas, cuentos de miedo e interesantes historias de tesoros. Eran narraciones provenientes de diversas zonas de la comarca pero perteneciendo en definitiva al ancestro del pueblo, no ligadas al mundo real, pero que escuchaban gustosamente aunque les pareciera increíble. Una noche el señor de la voz atiplada muy versado en estas historias y cuentos, explicó cómo en su familia había una tradición transmitida de padres a hijos en la que se narraba la fabulosa historia del origen del horno de las Tenerías.  Es como sigue

Mucho antes de que los romanos se asen en esta orilla derecha del Guadiana, cuando la gente no era tan ladina y lista como acontece hoy, los dioses, los duendes y las hadas se enseñoreaban de este territorio, poblado únicamente por humildes pastores que vivían en chozas de piedra seca con techumbre de ramas y paja.

Aconteció que una pobre mujer viuda tenía un hijo de corta edad, ella enfermó por culpa de un pinchazo producido por una astilla de palo al querer ella partirlo, sintiendo que se moría rogó al dios de los pastores que protegiera a su hijo, pues se quedaba solo sin más familia que algún vecino caritativo que le quisiera amparar. Al poco rato dejó de existir y el pobre niño estuvo abrazado al cadáver de su madre hasta que el frío aterrador de la muerte le obligó a retroceder con espanto, comprendiendo aunque de modo imperfecto la inmensa desgracia que se cernía sobre él.

Unos buenos y entrañables vecinos se hicieron cargo del niño y unos años más tarde era un jovencito de franco tipo norteño con cabellos castaños muy claro, mentón quizás demasiado marcado para el resto de sus facciones y en sus ojos azules brillaban verdosas luces de destellos de oro.

Un día que guardaba sus ovejas, la tarde estaba triste y nebulosa como de crudo invierno, un sol velado tendía ya hacia el ocaso y sus rayos herían oblicuamente la tierra, el zagal subía ágil por un estrecho sendero próximo a las cabañas, fue a recostarse en una roca notando en la piedra una hendidura, introdujo la mano por ella y observó que la peña cedía, entonces con la ayuda de su callado la separó completamente encontrándose con la puerta de un subterráneo por el cual se introdujo, al principio sólo vio la áspera superficie de las peñas pero a medida que se internaba en la gruta cambiaba el aspecto de las cosas.

Una luz tenue y misteriosa cuyo origen no podía explicarse iluminaba aquellas profundidades, matices sucesivamente azulados, verdosos, anaranjados y rojizos se reflejaban en las paredes de la caverna que parecían cubiertas de turquesas, esmeraldas, diamantes, zafiros y otras piedras preciosas, una música vaga, dulcísima, melodiosa, imposible de definir, producida quizás por un suavísimo viento que hiriese las cuerdas de arpas eólicas, se dejaba sentir en todos los ámbitos de la gruta.

De pronto bajo un resplandor vivísimo apareció el feísimo Pan, dios de los pastores, el cual comenzó a explicar al joven pastor que su difunta madre le encomendó antes de morir que velara por su seguridad y bienestar. El complaciente dios contento y satisfecho con la petición que hiciera su madre, enseñó al joven como con ciertas clases de semillas se podía hacer unas obleas ricas al paladar, también le regaló una flauta de caña de la cual salía una música con el solo hecho de soplar por ella, así mismo le mandó coger un pequeño recipiente en forma de cuenco lleno de oro y piedras preciosas, para suplir algunas de sus necesidades.

Después de un buen rato de muy diversas recomendaciones mandó el dios Pan tapar la boca de la cueva con grandes piedras de cuarcita blanca y que encima hiciera una especie de horno para cocer las obleas, así lo hizo el joven pastor después de salir a la superficie quedando la cueva (habitual mansión del dios) completamente sellada para siempre, evitando por muy segura la rapiña de los mortales.

El zagal guardó siempre el secreto de lo acontecido llamando pan a las obleas en homenaje y recuerdo al dios, su pan competía en buenísima calidad con el de los demás que era tosco y grosero lográndose un magnífico y próspero porvenir,

Después de varios años acumulando una bien merecida fama, se casó con la hija de sus bienhechores, bella y trabajadora joven que le dio dos hijos varones, los cuales cuando fueron mayores aprendieron también el oficio del panadero

. El horno fue cambiando de forma al ser reutilizado por las siguientes generaciones fueron los romanos, visigodos y árabes hasta llegar a nosotros, pues éste es el horno de la historia y aquí debajo de él debe estar enterrada la cueva del dios Pan, dijo el señor de la voz atiplada señalando al horno del cual sacaba en aquellos instantes la última palada con cuatro panes recién cocidos.

Una débil luz que rallaba al oriente anunció que se acercaba el alba, un tenue viento solano hacía oscilar suavemente el blanquecino humo procedente de las rústicas chimeneas, el cual, al igual que las plegarias y oraciones matutinas, se dirigía diluyéndose lentamente hacia los azules espacios infinitos, donde Dios en su Inmensa misericordia las aceptaría.

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