De todos es sabido que los cuentos, historias y leyendas conservados por la tradición oral sufren grandes y muy serios deterioros desgastados por la imposición de la propia cosecha del narrador. El relato que sigue puede ser un ejemplo de ello; es posible que esta historia supuestamente original no sea sino el rastro de otra más antigua perdida ya en el tiempo para siempre.

Hace mucho tiempo se dice que un rey moro fue a visitar a un monje que vivía en una ermita no lejos de la ciudad de Mérida, el cual le dijo que antes que él hubo otro ermitaño, muriendo éste cuando tenía ciento diecinueve años, y que antes que él estuvo otro el cual le dijo al anterior que delante de un crucifijo estaba una piedra amarilla muy reluciente, y que por las noches muy oscuras él rezaba las horas litúrgicas con la claridad que salía de ella, pues tan grande era su luz que no había necesidad de encender velas.

Esta historia o leyenda me resultó tan extraña que decidí preguntar a los viejos del lugar por si alguno había oído o sabía algo de ella, los resultados fueron infructuosos, negativos y nulos, pues nadie conocía nada de tal historia ni de algo parecido.

Después de una larga investigación, conseguí dar con una pista a seguir, parece ser que esta historia del ermitaño fue escrita hace más de dos mil años, pues Don Juan Antonio Pacheco la refleja en su libro como una traducción árabe del siglo octavo.

Harto difícil tengo el querer narrar una historia que, aunque no teniendo un rigor histórico científico, quiera por mi cuenta darla aires de leyenda histórica.

Un buen día después de un agradabilísimo sueño que tuve, pude leer un límpido mensaje que venía del mismísimo cielo y en clara alusión a mí decía: «siento despertarte de tu séptimo sueño». Ahora no sé si en aquellos momentos estaba despierto del todo o seguía aún dormido, lo que sí sé es que de pronto llegué a la conclusión de que la respuesta a mis preguntas de la tal historia estaba en la sagrada Biblia y que la piedra amarilla a la que hace mención el monje no podía ser otra que la utilizada mucho tiempo como instrumento de adivinación por el mismísimo rey Salomón.

Si alguien quiere tomarse la molestia puede comprobar por sí mismo la cantidad de sueños que se mencionan en el texto bíblico. Nabucodonosor soñó con una estatua con los pies de hierro y barro, José con una escalera que subía al cielo, y el Faraón de Egipto vinculado al éxodo, con siete vacas flacas y siete vacas gordas. Más lejos de mi intención el querer compararme o tener la más mínima semejanza con estos personajes, pero pensándolo bien, ¿por qué no?. Ellos tuvieron a profetas, sacerdotes, adivinos, todos personajes importantes que les solucionaban los problemas que planteaban sus sueños. Paréceme a mí que no tendré esa suerte, pero intentaré por mí mismo sin exagerar mucho llevar a cabo la interpretación del celeste mensaje y la piedra amarilla.

Al pie de una rocosa sierra cuyo paisaje alomado sirve de asiento a un pueblo, alza su enhiesta torre del homenaje un antiquísimo castillo, morada en un tiempo del señor de aquella comarca. Muy cerca del castillo vivía en una de las tortuosas callejuelas del pueblo un hombre que, sin ser viejo en edad, aparentaba tener más de setenta años; mucho debió haber sufrido este personaje porque innumerables canas blanqueaban su cabeza y en su rostro tenía huellas que revelaban un profundo pesar, o tal vez guardaba un gran secreto oculto para siempre en su interior.

Desde hacía varios años algo le acortaba la vida como un hocino de hierro acerado que con la sierra de su filo segaba la inmensa copiosidad de sus sueños que empezaban a morir precipitándose en los canales de lo irrealizable, pero no, los sueños no mueren como las hojas que caen de los árboles al final del otoño o las flores marchitas por el excesivo calor de un ardiente verano, los sueños caen a tierra, desfallecen, enferman con dolorosas heridas, después el tiempo cicatriza esas heridas y los sueños se dan cuenta que pueden volar remontándose una y otra vez.

Parece ser que en uno de esos ascensos me encuentra en su camino, cuando estaba yo todo pletórico en mi ensoñación con este joven viejito el cual me contaba lo siguiente.

Salía el sol sobre la tierra cuando entraba Lot en Segor e hizo Yavé llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego de Yavé desde el cielo (Génesis 19-23- 24). A la mañana siguiente cuando despuntaba el sol, Abraham fue al sitio donde había estado con Eloin; Yavé, Dios, Jehová o como se llamara, se puso a mirar hacia Sodoma y Gomorra y vio levantarse de la tierra Columnas de fuego y el humo subía como el humo de un horno, frente a él había una informe roca de nívea blancura formada por tres picos de cloruro de sodio (sal de cocina), estos tres picos configuraban un trípode que a la vez el que con sus tres mil ciento diecinueve kilatcs seria sin duda el más grande y magnífico Topacio encontrado jamás en la tierra, producto quizás de la explosión nuclear que destruyó a Sodoma y Gomorra. Esta gema de color anaranjado fue la que durante el éxodo guió a los israelitas por el desierto, de día como columna de humo y de noche como rayo potente de luz producido por las trescientas mil facetas en las que estaba tallado (termoluminiscencia). Después de casi cuarenta años deambulando por los desiertos de Sinaí pasaría al fondo del Arca de la Alianza, por lo cual muchos años después llegaría a las manos del rey Salomón de donde aprendería y le vendría a este sentencioso y enteradillo rey toda la sabiduría que se le atribuye.

Seguía mi sueño misterioso y el viejecito joven me contaba que cuando el emperador romano Tito destruyó el templo de Jerusalén la valiosa piedra pasó a Roma, desde donde pudo ser que algún soldado emérito y despabilado se la trajera para la Península Ibérica y más concretamente a Mérida, donde estaba ya en una ermita allá por el siglo octavo.

Por vicisitudes y azares de las guerras posteriores, esta sin igual y hermosa piedra fue cambiando de lugar, encontrándose actualmente en las entrañas de la Sierra de Orellana o en el interior de un pequeño cerro cercano al pueblecito y que los lugareños llaman de la Herrería. Extasiado como estaba con mi séptimo sueño, no pude ver el sitio pero sí escuchaba la voz del hombrecito que contándome la historia se emocionaba. Según él, el topacio se encuentra ahora en una cueva formada por una cúpula ovoide de media naranja como si fuera una geoda partida al medio, cubierto su interior por miles de cristales violeta, sube la luz de la piedra como un rayo sutilísimo de fuego, formando caprichosos arabescos aquellas pequeñas pirámides de morados cristales, encendidos por la luz semejan un riquísimo tisú.

Las piedras del piso y del zócalo de la gruta se unían en inflorescencias de líneas para formar hojarascas, flores, palmetas y rosetones que se alejaban unos de otros cual jirones de humo retorciéndose en espirales inarmónicas.

De pronto me estremecí, el frío me despertó, estaba acostado en mi cama, esta rara y extraña pesadilla me había hecho dar punta pies a las mantas quedándome desabrigado, de modo que por meterme a clarividente, aunque sólo fuera en sueños, pesqué un catarro que me hizo gastar bastante dinero en agua de borraja. Días después anduve errante por el campo sin saber donde dirigir mis pasos ni como alejar de mi mente los pensamientos que me producía tan fantástica pesadilla, me encontraba perdido en la soledad y el desamparo hasta que, cansado de andar, me senté al pie de un arroyuelo cuando el sol se retiraba de la tierra y, como si la agonía de la tarde me hubiera infundido ánimos, conté al viento toda la verdad, esa tremenda verdad, de mi séptimo sueño, que me agobiaba desde hacía tiempo. La tarde declinaba, el silencio era casi profundo, estaba hondamente impresionado y sentí que una lágrima asomaba a mis ojos, tenía ganas de llorar pero me contuve.

El astro rey en su lenta carrera hacia su ocaso irradia una apagada luz anaranjada que proyecta largas sombras de árboles espinos y peñascales, frente a mí varios farallones de blanquísimas nubes forman torreones que se elevan majestuosamente hacia el cielo detrás del horizonte azulado del perfil de la sierra. Una tranquilidad forzada se respira en el ambiente, los pocos pájaros que quedan deben haber buscado refugio entre las ramas de algún arbolillo, una bandada de grullas cantando su intermitente graznido se dirige a su acostadero, allá a lo lejos se percibe muy tenuemente el arrullo de una tórtola. iBu Bububu Bu!

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