Atribuyeron los griegos a nuestra península, dice Homero en la «Odisea» c. IV, que cayendo justamente en la parte Oeste meridional donde la consideraban, que los campos Elíseos estaban en este reino de España y dice así:

«Nulla est Hispania tellus felicior inna…», etc Con alguna imaginación y un poco de fantasía bien podíamos situar estos campos Elíseos en una franja de tierra, entre el Tajo y la orilla derecha del Guadiana.

El río Anas de los romanos, convirtiéndose después en el Guadí de los árabes, palabra que traducida al castellano actual significa «flor o rosa», con lo cual, la palabra más idónea sería la de «flor del Ana», nombre o calificativo muy especial si tomamos en serio su significado. Flor del Anas, ¿hace referencia este nombre solamente al río o, por el contrario, quiere indicar algo más? Designar algún territorio cerca de sus orillas, un ejemplo sería la Villa de Orellana la Vieja, rica en aguas y abundantes minas de plata y plomo.

Allá por el año 1600, creo, un sacerdote escritor sacó a la luz una segunda versión del origen del nombre, llamándola Aureliana, quizás en memoria de un emperador romano llamado Aurelio Claudio Lucio Domicio, que nació en el 214 después de Cristo. Pues bien, de los resultados de investigaciones resulta que no hay nada sobre una supuesta legión romana llamada Aurelia y mucho menos que en estos alrededores estuviera asentada ninguna legión romana. Sólo hay un dato: la palabra Aureliana, y que este vocablo se refiere a una muralla en torno a Roma, edificada en tiempos de este emperador, por lo cual eran llamadas murallas Aurelianas.

Nuestro pueblo fue y es pródigo en hallazgos arqueológicos aparecidos muchas veces fuera de sus contextos originales. Los orígenes no se conocen muy bien, pero gracias a la arqueología se intentará estudiar estos orígenes. Parece ser que los primeros pobladores fueron los autóctonos Iberos o Celtas. La razón está en los descubrimientos ocasionales de hachas de piedra, flechas de sílex, asadores de bronce, hachas de hierro, así como valiosos torques de oro y plata, hermosos brazaletes de este mismo metal. Unos cuantos hallazgos bastan para desatar la reciclada imaginación de nuestros antepasados del pueblo para que se inventaran tal y cual historia de fabulosos tesoros escondidos en la Sierra o los alrededores del pueblo.

La historia que sigue puede ser realmente cierta y esta es la razón de que numerosos detalles se dejen en silencio. Estos detalles aluden a personas lejanas que tendrían familiares que aún pudieran estar vivos. Estas y aquellas personas pertenecen a varias familias de Orellana, honorablemente conocidas. Por lo cual, cualquier coincidencia en el relato con ellos es mera casualidad.

Existen días particularmente azarosos y nefastos, en que los acontecimientos, las gentes o incluso las cosas, parecen formar parte de un entramado o inmenso complot del que cada cual nos sentimos víctimas inocentes, sobre todo después de una noche en la que
nos dominan horribles pesadillas y fantásticos sueños llenos de saldos de aterradoras apariciones.

Principios de siglo, invierno de un año cualquiera. Las campanas de la iglesia del pueblo dejan oír los tres toques de ánimas. El sol perezosamente se ha ocultado por el Oeste, velado por una tenue nieblilla que sube por las orillas del Guadiana. Las tortuosas calles de la villa se ensombrecerán rápidamente dando paso a las más absoluta oscuridad. Poco después, sólo el mortecino resplandor de la luz de los candiles y hogueras se escapará por algún postigo abierto, llegando a la calle con un color amarillo rojizo de ultratumba.

Las mujeres afanadas en la preparación de alguna mísera cena, trapichean en la cocina dejando a los hijos en poder de los abuelos, que aburridos y hambrientos contaban historias a sus nietos, único medio y modo de controlar a los inquietos chiquillos hasta la  hora de comer.

Los hombres se lavaban un poco y marchaban a tal o cual casino, sitio donde muchas veces se buscaba el trabajo para el día siguiente o, al mismo tiempo, tomar unas copillas de aguardiente garrafero o unos chatos de vino peleón. Pero dejemos la mayoría del casino recostado en una tabla de madera como de un metro de largo, utilizado como mostrador y pasamos a una pequeña estancia donde cuatro hombres sentados ante una
mugrienta mesa juegan a la catrola (cuatrola). Uno de ellos, como de unos cuarenta y cinco años de edad, rompe el silencio y, con voz ronca pero firme, dice a los otros:

Pos no que cuando estuve en Melilla me preguntó un moro de dónde era yo y al decir de Orellana la Vieja, ne miró muy triste y dijo como lamentándose: «iAy!  iOrellana, Orellana! iQué valiosos tesoros se esconden en tu Sierra!»

Y, ¿qué más te dijo? , preguntó uno que en ese momento barajaba las cartas.
No me dijo «na má», pero antiaye, y no lo tomís a burla que soih capá de andá diciendo por ahí que estoy loco como una cabra. Pue el mismo moro se me apareció en sueño y me volvió a repetir lo mismo.

Otro, con una sonrisita, interrogó: ¿Te dijo algo más? No. Yo no me acuerdo de na, algo quería decirme, pero yo estaba mu cansao y no me enteré bien.

Así quedó esta conversación y, una vez terminada la partida, cada cual marchó a su casa para pernoctar. Al día siguiente; en el casino, los mismos cuatro, la cuatrola y las preguntas mordaces de alguno de ellos:

¿Qué, has vuelto a ver al de las babuchas? iPo, sí! – contestó – . Anoche se volvió a aparecer el moro, pero esta vez le entendí muy bien.

¿Y qué te dijo, chacho? iCuéntalo pronto!, pidió el otro, esta vez más interesado en el tema que el primero que habló.

Pues me dijo que en el risco la mona, antes de bajar al caño, hubo hace mucho tiempo un santuario o no sé qué cosa donde todavía hay una peña muy alta en forma rara como de un altar o algo así. Tiene tres varas de largo por dos de ancho y al lao norte crecen
unas madroñeras muy altas y al lao del poniente una chaparrera muy grande. También por allí, cavando a tres cuarto del arao, desde el tronco, hay un tesoro grande, esto es lo que me contó el moro, luego desapareció.

iCállate, pamplina! – dijo el segundo – Mesmamente donde dice, tenía mi padre un olivá que le tocó a mi hermano, pero nosotros no hemos visto na por allí. Los sueños, son sólo sueños – dijo uno de ellos que hablaba por primera vez -, así que cambiar de tema y sigamos con la partida que mañana hay que madrugá.

Aquella noche, Julián, uno de ellos, no podía dormir. La avaricia le obsesionaba desde el primer momento en que su compañero de juego contó la historia del tesoro del moro.
Se lo estaba pensando muy bien, nada perdía por ir a echar un vistazo al lugar, y cavar unos cuantos hoyos. Si no había suerte, pues nada, pero ¿ y si fuera cierto? Con estas cavilaciones se adormeció un poco, hasta el tercer canto del gallo. Se levantó bruscamente de la cama, obsesionado. Nervioso llegó a la cuadra, aparejó la mula, rápidamente echó en las alforjas medio pan, morcilla y tocino, un azadón y pala. Montó en su animal y se dirigió camino del valle en dirección a la sierra.

Absorto en sus pensamientos no se había dado cuenta que estaba en el Olivarejo. En ese momento comenzó a elevarse por el horizonte el sol no muy radiante, contento de dar su luz y calor, benefactor de aquellas tierras agrietadas por la escarcha de la noche pasada.

Las nieblas persistentes durante la noche se retiraban, quedando algunos bancos de ellas en las orillas profundas del cercano río Guadiana. Llegó nuestro hombre al sitio indicado, bajó de la mula, cogió las alforjas echándoselas al hombro izquierdo, ató la mula al tronco de un olivo para que pastara y se encaminó hacia el lugar. Una vez llegado al tronco de la chaparrera midió en dirección poniente más o menos tres cuartos
de arado y comenzó a cavar.

Oíanse pocos ruidos debido a lo temprano del día, sólo algunos producidos por el machacón ladrido de un perro. Allá en la lejanía de las huertas del caño, cavaba con ardor. Unos azadonazos hicieron saltar la hoja de un cuchillo árabe de época incierta; siguió cavando y surgieron dos o tres monedas de oro. Se puso ahora a trabajar con más ilusión y diligencia que antes y en un corto intervalo tenía desenterradas dos vasijas
de barro cocido. Tuvo que sentarse en la base del gran peñasco pues el corazón le latía con tanta fuerza como si quisiera salir de su pecho. Un momento después, más
tranquilo, destapó una de las ollas, quedándose pasmado de asombro como si una serpiente le hubiera hipnotizado.

No dando crédito a sus ojos, vació el contenido de las ollas en la peña donde antes estuviera sentado. El sol ya más alto, dejaba pasar sus rayos acariciadores por entre las ramas del chaparro, dando de lleno en los objetos allí desparramados. Luces de Colores destellaban del amarillo metálico del oro, como los mismos rayos de sol que ellos se reflejaban, blancos azulados de la plata que a semejanza de la escarcha circundante, se
Convertían en blanco purísimo, monedas de oro y plata, anillos, pulseras, colgantes y magníficos torques de oro Y plata que un día llevarían puestos en sus cuellos
nuestros antepasados de las tribus celtas. Loco de contento, recogió todo, lo guardó en las alforjas y tomó camino de regreso al pueblo.

De todo esto o, mejor dicho, de todo lo encontrado, se supo más bien poco; lo que sí se sabe es que la familia esta prosperó mucho, hasta convertirse en una de los más opulentos labradores de Orellana.

Esta historia puede ser cierta verdaderamente, pues tenemos una noticia muy fiable. Almagro Gorbea en su libro «El Bronce final en Extremadura», alude a un torque de oro macizo con labores angulosas encontrado en Orellana la Vieja, pero que por desgracia
podemos considerar perdido. No así como el torque y brazalete de plata que actualmente se exhibe en el Museo Arqueológico de Badajoz; éstos están fechados en el siglo IV o II antes de Cristo. Ya en enero de 1995 aparecieron en el mismo lugar ( Orellana la Vieja) siete piezas de plata con motivos grabados y dos estatuillas también de plata, una en forma de diosa orante, la otra con forma de carnero.

El 18 de julio de 1995 pudimos recuperar una de las placas. Actualmente está en Orellana, en espera de que se pueda hacer un museo local. Esto corrobora en parte que las leyendas y tradiciones tienen su parte de verdad, aunque contadas al amor de una hoguera, en una noche de tormenta, predisponen a creérselas mejor y más si escuchamos el triste lamento del moro. iAy!, iOrellana, Orellana, qué fabulosos tesoros se esconden en tu sierra!.

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